El somnífero comienza a hacerme efecto. Noto una sensación de placentera relajación, un agradable cosquilleo dentro de mi cabeza. Una nube de hojas secas deja paso a tu cara. La sensación de felicidad aumenta. ¡Por fin juntos otra vez! Hoy estamos muy abrigados. Mamá nos ha vestido con ropa de invierno. Pese a que es otoño comienza a hacer bastante frío. Llevamos pantalones de pana, los jerséis de lana que nos ha hecho la abuela, chaquetas con borreguillo , botas gorila y verdugos, una especie de pasamontañas que solo nos deja al descubierto el rostro. Nuestra ropa es igual pero en distintos colores. La finca parece un gran tapiz. El paisaje es hermoso.- ¿Jugamos a músicos?- , me preguntas mientras golpeas con el pie una nuez para marcar gol entre dos tejos. Vale. Sabes que es uno de mis juegos favoritos. Discutimos quien será el director. Seré yo, puesto que soy Luis Cobos. Me río a carcajadas y te recuerdo que Luis Cobos no es mejor director porque salga en la tele y le ponga el mismo chas, chas a todas las canciones. Yo soy el maestro Leonard Bernstein, el mejor director de orquesta del mundo. Como tú no lo conoces, el puesto de director ya es mío. Arranco de un avellano una pequeña ramita que será mi batuta. Uno a cero. Me gusta jugar a músicos porque es en lo único que soy mejor que tú. Aún así aceptas con deportividad las derrotas, no como yo que a veces me enfado y te tiro cosas aunque te pida perdón a los dos minutos. Debemos elegir instrumentos. Aquí nunca discutimos. Tú siempre trompeta, trombón y percusión, y yo saxo, clarinete y flauta travesera. Hoy decidimos que haremos un pequeño pasacalles antes de ubicarnos en las escaleras del viejo hórreo, lugar habitual de nuestro conciertos. Ahora solo debemos elegir repertorio. Para el pasacalles tenemos muy claro el pasodoble “Puenteareas” y la marcha del “doble águila”.En el concierto tocaremos el danubio azul, la pequeña serenata nocturna y la danza húngara nº5, para lo cual transformaremos la banda en orquesta con la incorporación de violas , chelos , fagots, oboes y violines. Afinamos. Con gestos perfectamente estudiados, las manos se convierten en instrumentos. Adelante. Nuestros jóvenes corazones laten con fuerza. Doy la entrada y marco el paso para el comienzo del pasodoble. Al finalizar el solo de trompeta que ejecutas con inusitada fuerza aplaudo con ganas interpretando el papel de público entregado.!Bravo!!Bravo!La entonación ha sido perfecta. Continúo rápidamente, puesto que debo de seguir dirigiendo y tocando. Lubi, el pony que me regalaron el año pasado nos mira concentrado con las orejas levantadas y Michi, mi perrito raza mestiza como así consta en su cartilla oficial, nos sigue moviendo el rabo, con lo cual lo incorporamos al grupo. Tocará el oboe. Así pasamos toda la tarde, compartiendo, viviendo una sola vida que tras tu partida ha sido fulminada por la mitad. Me despierto con tu imagen en mi mente, algo ansioso, aunque contento por haberte visto. Espero que esta noche ocurra lo mismo. Hasta entonces hermano.
lunes, 17 de diciembre de 2007
lunes, 10 de diciembre de 2007
Ora pro nobis
“Por cima dos agros,
do monte no medio,
levántase aínda,
hidrópico e negro,
cal xigante hipopótamo morto,
de vermes cuberto,
rodeado de tréboas e gramas
o lombo deforme do vello mosteiro”.
do monte no medio,
levántase aínda,
hidrópico e negro,
cal xigante hipopótamo morto,
de vermes cuberto,
rodeado de tréboas e gramas
o lombo deforme do vello mosteiro”.
Aires da miña terra. M. Curros Enríquez.
SANDRA.- "¿Qué podríamos hacer esta tarde?".
CARLOS.- "¿Os apetece una película de CANAL-PLUS?".
CARMEN.- "Viernes 13, cuarta parte".
Mª JESÚS.- "Me opongo rotundamente; si veo eso me paso sin dormir dos noches seguidas".
CARLOS.- "No sé por qué dices algo semejante".
Mª JESÚS.- "Me aterrorizan esas historias".
CARLOS.- "¿Te aterroriza una simple película?. De lo que deberías tener miedo no es de algo que desconoces, sino de la propia realidad...".
Sixto Álvarez había nacido en un pueblecito de Lugo. Uno de esos bellos y recónditos lugares como quedan pocos en nuestro país. El tiempo parecía detenerse en ese lugar rodeado de montañas cual valle encantado.
Los paisanos eran gentes amables y cordiales, que vivían dedicados básicamente a la ganadería (vacuna y ovina) y a la agricultura.
El cura párroco, tenía que desplazarse cada domingo ex profeso para poder predicar y dar el cuerpo de Cristo a los lugareños; regresando después a su domicilio, distante una treintena de kilómetros.
La infancia de Sixto había sido de libertad y completa armonía con la naturaleza. Quedaban grabadas en su mente experiencias como: sus baños en el arroyo, la búsqueda de nidos, el juego con los animales... todo ello mezclado con el olor a hierba recién cortada.
Y así transcurría su vida, sin demasiados sobresaltos, salvo un hecho que desde que tenía uso de razón siempre le había inquietado. ¿Qué demonios hacían todos, cuando se reunían los viernes en la Iglesia?.
La primera vez que se le ocurrió preguntárselo a sus padres, su madre dejó caer el plato que recogía de la mesa, haciéndose añicos al impactar con el suelo. Su padre zanjó la cuestión con un simple: -"eso no es asunto tuyo".
Sixto no volvió a plantearse la cuestión. Quizá porque él estaba más preocupado en pensar qué nueva travesura prepararía al día siguiente, o a que peñasco se encaramaría.
Pero aquel pueblo no dejaba de resultar extraño.
Hacía mucho tiempo que nadie había salido, pero sus necesidades quedaban cubiertas con los productos de la furgoneta de Lorenzo. Cada quince días, él llegaba tocando la bocina, surtiendo a todo el pueblo: la medicina para el señor Jacobo, unas medias para la señora Eulalia, unos cuchillos de carnicero nuevos para el señor Antonio...
Cuando Sixto cumplió los ocho años, sus padres pensaron que no era bueno que un "cativo" de su edad no recibiese una educación acorde a los tiempos que corrían.
Sin embargo, eran reacios a la escolarización del niño porque ésto implicaría su salida del pueblo.
Así fue como Don Eduardo llegó, con su pequeña maleta llena de libros, y sus gafas que denotaban una exacerbada miopía.
Sixto y él congeniaron bien. Compaginaban las clases y las redacciones con las enseñanzas que el rapaz le daba a su vez a él.
Sin embargo el maestro no fue ajeno a las rarezas del pueblo; y así fue como al cabo de unos meses desapareció sin dejar rastro, y sin tan siquiera despedirse de Sixto.
Preguntó a sus progenitores, quienes le dijeron que había conseguido un mejor trabajo en la capital y que por eso tuvo que marcharse con tal celeridad.
Un día, jugando en derredor de la Iglesia, recogió un pequeño fragmento metálico, que le recordó a la montura de las gafas de Don Eduardo.
Pasaron unos meses, y la paz de aquel lugar se vio perturbada por la presencia de un funcionario, que llegaba al pueblo para realizar unos estudios sobre en censo y el catastro.
Sixto lo veía desde su ventana, preguntando de puerta en puerta.
Aquella noche se alojó en la casa del señor Antonio; y cuando amaneció, Sixto se percató de que sus padres, y el resto del pueblo estaban en la Iglesia, reunidos. Jamás volvió a ver a aquel hombre.
La mezcla de curiosidad y miedo que provocaba en Sixto tal misterio, le hizo acercarse varias veces al santuario cuando todos se reunían, pero sin ver nada fuera de lo común.
Transcurrieron varios años sin que ningún visitante "extranjero" alterase la vida cotidiana del lugar. Este hecho parecía, no obstante, preocupar a sus vecinos, que cada vez se encontraban más inquietos.
Una mañana, al regresar al arroyo, vio la furgoneta de Lorenzo y se acercó a saludarlo. Su asombro fue que el tendero motorizado no estaba allí, así como tampoco nadie del pueblo.
Corrió hacia la Iglesia como movido por un impulso irracional. Se arrastró hasta llegar a sus contrafuertes, y allí comenzó a escalar hasta un pequeño vano desde el que se divisaba perfectamente el ara y el sagrario donde se contenían las especies consagradas. Y el espectáculo era dantesco: sus convecinos, se iban acercando al altar en rigurosa fila procesional, mientras Don Antonio iba chocando un cuchillo contra otro, y troceando minuciosamente a Lorenzo, entregando los pedazos como si de la Forma se tratare.
Huyó de allí corriendo sin parar, permaneciendo oculto en el bosque hasta que el frío, y sobre todo el hambre, lo hicieron regresar a su casa.
Sus padres lo estaban esperando. En contra de lo que se imaginó, lo recibieron como al hijo pródigo.
Su padre, le dijo que ya era hora de que lo supiese todo. Le dio a Sixto, un pedazo de carne que había guardado para él.
A la semana siguiente, dos excursionistas de la capital, con sus mochilas, sus tiendas de campaña y sus bonitas ropas contra el frío llegaron al pueblo. Pidieron al padre de Sixto permiso para ver su "palloza". Después de habérsela enseñado, la madre los reunió junto a la lumbre, ofreciéndoles un poco de carne con patatas. Uno de ellos exclamó: -"¡Esta carne es deliciosa!, ¿con qué alimentan a sus vacas?. -¿Vaca?. Sixto, su padre y su madre se miraron los unos a los otros, esbozaron una leve sonrisa y bajaron la cabeza.
En frente, se oía una rueda de afilar, y el señor Antonio canturreaba algo de Ana Kiro.
SANDRA.- "¿Qué podríamos hacer esta tarde?".
CARLOS.- "¿Os apetece una película de CANAL-PLUS?".
CARMEN.- "Viernes 13, cuarta parte".
Mª JESÚS.- "Me opongo rotundamente; si veo eso me paso sin dormir dos noches seguidas".
CARLOS.- "No sé por qué dices algo semejante".
Mª JESÚS.- "Me aterrorizan esas historias".
CARLOS.- "¿Te aterroriza una simple película?. De lo que deberías tener miedo no es de algo que desconoces, sino de la propia realidad...".
Sixto Álvarez había nacido en un pueblecito de Lugo. Uno de esos bellos y recónditos lugares como quedan pocos en nuestro país. El tiempo parecía detenerse en ese lugar rodeado de montañas cual valle encantado.
Los paisanos eran gentes amables y cordiales, que vivían dedicados básicamente a la ganadería (vacuna y ovina) y a la agricultura.
El cura párroco, tenía que desplazarse cada domingo ex profeso para poder predicar y dar el cuerpo de Cristo a los lugareños; regresando después a su domicilio, distante una treintena de kilómetros.
La infancia de Sixto había sido de libertad y completa armonía con la naturaleza. Quedaban grabadas en su mente experiencias como: sus baños en el arroyo, la búsqueda de nidos, el juego con los animales... todo ello mezclado con el olor a hierba recién cortada.
Y así transcurría su vida, sin demasiados sobresaltos, salvo un hecho que desde que tenía uso de razón siempre le había inquietado. ¿Qué demonios hacían todos, cuando se reunían los viernes en la Iglesia?.
La primera vez que se le ocurrió preguntárselo a sus padres, su madre dejó caer el plato que recogía de la mesa, haciéndose añicos al impactar con el suelo. Su padre zanjó la cuestión con un simple: -"eso no es asunto tuyo".
Sixto no volvió a plantearse la cuestión. Quizá porque él estaba más preocupado en pensar qué nueva travesura prepararía al día siguiente, o a que peñasco se encaramaría.
Pero aquel pueblo no dejaba de resultar extraño.
Hacía mucho tiempo que nadie había salido, pero sus necesidades quedaban cubiertas con los productos de la furgoneta de Lorenzo. Cada quince días, él llegaba tocando la bocina, surtiendo a todo el pueblo: la medicina para el señor Jacobo, unas medias para la señora Eulalia, unos cuchillos de carnicero nuevos para el señor Antonio...
Cuando Sixto cumplió los ocho años, sus padres pensaron que no era bueno que un "cativo" de su edad no recibiese una educación acorde a los tiempos que corrían.
Sin embargo, eran reacios a la escolarización del niño porque ésto implicaría su salida del pueblo.
Así fue como Don Eduardo llegó, con su pequeña maleta llena de libros, y sus gafas que denotaban una exacerbada miopía.
Sixto y él congeniaron bien. Compaginaban las clases y las redacciones con las enseñanzas que el rapaz le daba a su vez a él.
Sin embargo el maestro no fue ajeno a las rarezas del pueblo; y así fue como al cabo de unos meses desapareció sin dejar rastro, y sin tan siquiera despedirse de Sixto.
Preguntó a sus progenitores, quienes le dijeron que había conseguido un mejor trabajo en la capital y que por eso tuvo que marcharse con tal celeridad.
Un día, jugando en derredor de la Iglesia, recogió un pequeño fragmento metálico, que le recordó a la montura de las gafas de Don Eduardo.
Pasaron unos meses, y la paz de aquel lugar se vio perturbada por la presencia de un funcionario, que llegaba al pueblo para realizar unos estudios sobre en censo y el catastro.
Sixto lo veía desde su ventana, preguntando de puerta en puerta.
Aquella noche se alojó en la casa del señor Antonio; y cuando amaneció, Sixto se percató de que sus padres, y el resto del pueblo estaban en la Iglesia, reunidos. Jamás volvió a ver a aquel hombre.
La mezcla de curiosidad y miedo que provocaba en Sixto tal misterio, le hizo acercarse varias veces al santuario cuando todos se reunían, pero sin ver nada fuera de lo común.
Transcurrieron varios años sin que ningún visitante "extranjero" alterase la vida cotidiana del lugar. Este hecho parecía, no obstante, preocupar a sus vecinos, que cada vez se encontraban más inquietos.
Una mañana, al regresar al arroyo, vio la furgoneta de Lorenzo y se acercó a saludarlo. Su asombro fue que el tendero motorizado no estaba allí, así como tampoco nadie del pueblo.
Corrió hacia la Iglesia como movido por un impulso irracional. Se arrastró hasta llegar a sus contrafuertes, y allí comenzó a escalar hasta un pequeño vano desde el que se divisaba perfectamente el ara y el sagrario donde se contenían las especies consagradas. Y el espectáculo era dantesco: sus convecinos, se iban acercando al altar en rigurosa fila procesional, mientras Don Antonio iba chocando un cuchillo contra otro, y troceando minuciosamente a Lorenzo, entregando los pedazos como si de la Forma se tratare.
Huyó de allí corriendo sin parar, permaneciendo oculto en el bosque hasta que el frío, y sobre todo el hambre, lo hicieron regresar a su casa.
Sus padres lo estaban esperando. En contra de lo que se imaginó, lo recibieron como al hijo pródigo.
Su padre, le dijo que ya era hora de que lo supiese todo. Le dio a Sixto, un pedazo de carne que había guardado para él.
A la semana siguiente, dos excursionistas de la capital, con sus mochilas, sus tiendas de campaña y sus bonitas ropas contra el frío llegaron al pueblo. Pidieron al padre de Sixto permiso para ver su "palloza". Después de habérsela enseñado, la madre los reunió junto a la lumbre, ofreciéndoles un poco de carne con patatas. Uno de ellos exclamó: -"¡Esta carne es deliciosa!, ¿con qué alimentan a sus vacas?. -¿Vaca?. Sixto, su padre y su madre se miraron los unos a los otros, esbozaron una leve sonrisa y bajaron la cabeza.
En frente, se oía una rueda de afilar, y el señor Antonio canturreaba algo de Ana Kiro.
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