viernes, 29 de febrero de 2008

La clave.


“No os tomeis la vida demasiado en serio;
de todas maneras, no saldréis vivos de ésta”.
Bernard de Fontenelle.

Pocos recuerdos tengo de él. Aquel hombre amable y jovial, que trataba de encontrar siempre el sentido práctico y divertido de la vida. Mi padre decía que eso precisamente era lo que le ayudó a alcanzar la nada desdeñable edad de ochenta años.
Sólo pude disfrutar de su compañía durante algunos años de mi infancia. Aquellos veranos en la casa familiar, son ahora un grato y vago recuerdo en mi memoria.
La vida transcurría muy lentamente, como las imágenes de una película cuando describen un bello paisaje. El reloj de sol, parecía proyectar su sombra más allá de su recuadro, alcanzando mi propio corazón.
Sí que alcanzo recordar las tardes en el porche, sentado junto a mi abuelo, balanceándonos en el asiento de la mecedora.
Y recuerdo aquella gran sortija de oro, con una piedra roja a la que mi abuelo atribuía poderes mágicos.
Desde siempre me fascinó esa piedra, y en más de una ocasión, le pedí a mi abuelo que algún día me regalase el anillo. El se limitaba a contestarme que sin duda lo haría, y no cesaba de repetir una frase que para mí no tenía ningún significado: LIBRIS EST CLAVIS.
Pasaron los años, y mi abuelo falleció. Todos lloramos amargamente su pérdida, pues era un hombre sin parangón, muy querido por todos. Mi abuela, quizás por el dolor, no tardó mucho en seguirle.
Como buen abogado, mi abuelo hizo antes de morir, testamento ológrafo, que mi padre encontró en su despacho, y se encargó de llevarlo ante el juez para protocolizarlo.
Había hecho una partición equitativa entre mi padre y mis tíos. Pero, además, contenía una disposición no testamentaria, que se refería a mí, donde lo único que se podía leer era: "LIBRIS EST CLAVIS".
Lo cierto es que no le di en su momento demasiada importancia. Sí lo hice más adelante, cuando me introduje también en el mundo del derecho, y cuando todos nos habíamos percatado de que el anillo del abuelo había desaparecido. Nadie lo había vuelto a ver desde su muerte.
Entonces, relacioné este hecho con la frase del testamento, y para mí todo cobró sentido: mi abuelo había hecho un acertijo para que yo descubriese la sortija de los juegos de mi infancia.
Pero, ¿qué significaba "Libris est clavis"?.
No tenía ni la más remota idea.
En un principio, pensando en la formación jurídica de mi abuelo, descompuse las letras iniciales de cada palabra, formando las siglas: LEC, equivalentes a: Ley de Enjuiciamiento Civil. Así que me dirigí a su biblioteca, cogí el vetusto código decimonónico, pero no hallé nada fuera de lo normal.
Ante mi frustración, dejé el tema de la búsqueda, apartado durante un tiempo.
Un día, cuando regresaba al pazo familiar, entrando con el coche, me fijé en algo que tantas veces había visto, pero nunca detenidamente. El viejo escudo de piedra, que se alzaba en un lateral de la casa, contenía entre otras cosas, una inscripción. Con la ayuda de una escalera, me acerqué y cuál fue la sorpresa: la frase "Libris est clavis" aparecía grabada en el granito, y debajo el dibujo de un libro.
Volví a la biblioteca y esta vez, consulté los archivos en el ordenador. Pulsé la tecla del ratón, picando en la letra "L", y ahí apareció entre: Leyendas de Bécquer y Lourdes de Emilio Zola, la enigmática Libris est clavis (la llave está en el libro). Estaba marcado con el nº 1026. No fue difícil encontrarlo.
Era una especie de manuscrito, encuadernado en rústica con cuatro tejuelos, leyéndose en uno de ellos, el nombre de mi abuelo.
Sentía una mezcla de emoción y ansiedad, porque parecía que por fin podría desvelar el misterio que mi ascendiente se había llevado a su tumba.
Abrí el libro, pero para mi exasperación, éste no daba ninguna respuesta, sino que complicaba aún más el asunto. En él parecía lo que semejaba una historia, y al final, un conjunto de palabras inconexas, pero que revelaban lo que sin duda era un mapa de un tesoro:

"... Afuera, bajo el roble
hallarás el tesoro del hombre más noble.
Sólo pega tu oreja
al orificio que tiene la corteza.
A partir de ahí diez pasos derecho
sin desviar ni un ápice el pecho.
El radio es cuatro
si lo haces mal, te desvías un rato.
Desde el centro nordeste
cava de forma agreste...".

Salí al jardín, y menos mal que sólo había un único roble, en el que, en efecto, un gran orificio lo identificaba sin ningún género de duda.
Coloqué mi cabeza a la altura de la oquedad, preguntándome qué oreja sería. El hecho de tener que caminar diez pasos, sólo me daba la posibilidad de que fuese la oreja izquierda.
Eché a andar, teniendo en cuenta que la estatura de mi abuelo era menor que la mía actualmente.
Cuando me detuve, saqué la cuerda que tenía en el bolsillo, con cuatro metros de longitud. Clavé una pequeña estaquita en el espacio central entre mis pies; desenrollé el cordel, e hice el círculo completo.
Después, desde el centro nuevamente, y con ayuda de una brújula, determiné el nordeste, trazando una línea recta hasta el punto tangencial del círculo.
Una vez allí, lo señalé convenientemente, y traje del garaje una pequeña pala. Supuse que no estaría a mucha profundidad aquéllo que estaba buscando. Fuere lo que fuese.
Escarbé la húmeda tierra, y a medio metro aproximadamente, me topé con un cofre metálico de un color anaranjado.
Lo extraje, y lo limpié por fuera.
En esos momentos, me invadía la emoción; había sido capaz de resolver el enigma que tantos años me había preparado mi abuela. Mi corazón resonaba en mi sien y casi podría sus latidos. Era una sensación como la de aquel que hace algo prohibido.
Con la ayuda de una ganzúa, pude abrir la caja, y sacar su contenido. Era una especie de paquete, envuelto en una de esas bolsas plásticas herméticas. Rajé convulsivamente la bolsa, y quedó libre un recipiente forrado por papel de regalo. Quité un papel y apareció otro. Me deshice del segundo y surgió otro carro, una nueva piel. Así hasta cuatro veces. ¡Y por fin el último!.
Cuando lo hube desenvuelto, me sorprendí con un libro entre mis manos cuyo título era:
"EL JUDO Y SU TÉCNICA".

Es cierto, ¡el libro estaba lleno de claves, o llaves!.
Después de todo, mi abuelo siempre fue un bromista.
Su anillo le encontramos años más tarde en la caja donde guardaba su dentadura postiza.