miércoles, 30 de abril de 2008

El sótano.



“Pero entonces noté que se fatigaba, se desesperaba.
Volvió a gritarme, hundiéndose ya: - ¡Gordo... Gordo!.
Traté de remar, pero... seguía siendo inútil, como la primera vez”.


Relato de un náufrago. Gabriel García Márquez.

ANA.- "Néstor, cariño. Creo que ha vuelto a estropearse la caldera. Esta mañana he tenido que ducharme en agua fría".
NÉSTOR.- "Bueno, no cabe duda de que te habrás espabilado más que de costumbre".
ANA.- "¡Muy gracioso!; pero llama sin falta al técnico para que lo arregle".
NÉSTOR.- "Vete tranquilla, así lo haré...".
"... ¡Llamar a un técnico!, cuando lo más probable es que sea una pequeña obstrucción en alguna cañería. Como la última vez, que por media hora de trabajo, se enriquecieron a mi costa esos fontaneros de tres al cuarto. Esto lo arreglo yo ahorrándome un buen dinero".

Néstor bajó al sótano de su casa. Era un lugar sombrío y muy húmedo como consecuencia de la proximidad de un acuífero. Su sinusitis y esa condensación vaporosa le hacían restallar su cabeza.
La caldera estaba al fondo del sótano, donde la pesadez del ambiente dificultaba sobremanera su respiración.

Aquello era un gran amasijo de tuberías, válvulas y manómetros. Justo en medio se encontraba el quemador de gas-oil, que semejaba una gran boca con dientes de acero. Lo cierto es que la suciedad que la cubría y lo umbrío de su situación, le daban un aspecto tenebroso.

Buscó su caja de herramientas, que estaban en frente justo de la caldera, a unos escasos tres metros. A eso se reducía el habitáculo: un cuadrado estanco de 3 x 3, y no más de dos metros de altura.

Cuando cogió la caja, una enorme y negra araña cayó desde el anaquel superior, yendo a posarse sobre su mano. El susto hizo que la dejase caer y ésta se estrelló contra el suelo provocando un sonido estrepitoso. Maldijo al bicho, mientras oía como su cuerpecito crujía al ser aplastado por la suela de su zapato.

Recogió un par de llaves inglesas, y una de tubo, y se puso manos a la obra.

Comenzó golpeando, sin demasiado convencimiento, la estructura metálica, intentando que la propia caldera soltase algún quejido indicador de la avería. Fue infructuoso.
Accionó el mecanismo de arranque varias veces, pero no consiguió nada. Parecía que el problema era que el agua no llegaba a la zona del quemador.

Buscó la tubería principal de entrada de agua fría machacándola sin remisión, hasta que por una de sus juntas comenzó a salir lo que en principio era un hilillo acuoso, pero que en pocos segundos, comenzó a convertirse en un apreciable chorro.

-¡Vaya!- pensó, -ahora tendré que salir de casa y cerrar la llave de paso; -y lo que era peor aun ¡tendré que llamar a los fontaneros!-. Descolgó la escalerita extensible del techo, subió los tres peldaños, y accionó la manija de la trampilla, que estaba situada en el techo. Pero cuál fue su asombro cuando se percató que el pomo no cumplía su cometido y hacía retraer la cuña, sino que giraba sobre sí, volviendo una y otra vez a la misma posición.
Mientras tanto, el tubo expulsaba el líquido con pasmosa rapidez, habiéndose creado en el suelo del sótano un manto de gélida agua, que iba escalando centímetros sin poder hacer nada para evitarlo.
Bajó. El agua cubría sus tobillos, y notaba como iba haciéndole cosquillas a medida que el nivel se elevaba.

Buscó entre todos esos trastos viejos, algo que le sirviese para taponar la fuga mientas que su mujer no regresaba del trabajo.
Cogió un vestido e hizo un tapón como pudo con unos jirones, pero ésto sólo era efectivo mientras permanecía seco; después la presión se encargaba de expulsarlo.
Entonces, mientras el agua ya sobrepasaba sus rodillas, utilizó el mango de una vieja escoba, que encajaba en el orificio de la tubería.
Para incrustarlo tuvo que golpearlo fuertemente con un martillo, con tan mala fortuna, que provocó una deformación excesiva de la cañería, terminándose ésta de romper definitivamente.
Ahora sí, el agua casi le alcanzaba el pecho; y con la celeridad con que se anegaba todo, calculó que llegaría al techo en menos de cinco minutos. En ese instante el pánico comenzó a atenazarle los músculos; pensó en gritar, pero desde el sótano, y sin un solo orificio, sería casi imposible que nadie le oyese.
¡Y todavía faltaban treinta minutos para que Ana regresase a casa!.
Buceó, y se hizo con una llave inglesa. Intentó golpear la trampilla desde la escalerita, pero no consiguió nada por la robustez de la chapa, y por el poco margen de maniobra que el agua dejaba de su brazo, perdiendo cada vez que lo sumergía casi todo el impulso.
Ya ni siquiera la pequeña escala le servía de refugio, y tenía que dejarse flotar y levantar mucho la cara, para aprovechar el ínfimo espacio que separaba el nivel del agua del techo.
Entonces, las fuerzas comenzaron a flaquearle. Casi no podía seguir moviendo sus piernas; entre el agotamiento y el frío se habían convertido en lastre que lo arrastraba al fondo.
Llegaron las primeras inmersiones involuntarias. El agua, entraba en sus pulmones, y la sensación de anoxia era patente. ¡Estornudaba!. ¡Escupía!. Vomitaba una mezcla de agua con su propia saliva y jugos procedentes del estómago.
El pánico se adueñó de él por completo, y pensó que lo mejor era que abandonase la lucha, y se encomendase a Dios.
Aprovechó los diez centímetros de espacio vital que le quedaban y se arrepintió de todo aquello que había hecho mal en su vida.

Entonces escuchó unas voces que provenían del exterior de la casa. Unas voces muy potentes; quizás de un megáfono. Cuando estuvieron más cerca pudo oír con claridad: -"¡¡Por avería en la red, nos hemos visto obligados a cortar el suministro de agua hasta nuevo aviso!!".

Ana regresó por fin a casa. Entró y llamó a Néstor. Solamente oyó como contestación una risa que parecía provenir de: EL SÓTANO.