lunes, 17 de diciembre de 2007

Jugando a músicos


El somnífero comienza a hacerme efecto. Noto una sensación de placentera relajación, un agradable cosquilleo dentro de mi cabeza. Una nube de hojas secas deja paso a tu cara. La sensación de felicidad aumenta. ¡Por fin juntos otra vez! Hoy estamos muy abrigados. Mamá nos ha vestido con ropa de invierno. Pese a que es otoño comienza a hacer bastante frío. Llevamos pantalones de pana, los jerséis de lana que nos ha hecho la abuela, chaquetas con borreguillo , botas gorila y verdugos, una especie de pasamontañas que solo nos deja al descubierto el rostro. Nuestra ropa es igual pero en distintos colores. La finca parece un gran tapiz. El paisaje es hermoso.- ¿Jugamos a músicos?- , me preguntas mientras golpeas con el pie una nuez para marcar gol entre dos tejos. Vale. Sabes que es uno de mis juegos favoritos. Discutimos quien será el director. Seré yo, puesto que soy Luis Cobos. Me río a carcajadas y te recuerdo que Luis Cobos no es mejor director porque salga en la tele y le ponga el mismo chas, chas a todas las canciones. Yo soy el maestro Leonard Bernstein, el mejor director de orquesta del mundo. Como tú no lo conoces, el puesto de director ya es mío. Arranco de un avellano una pequeña ramita que será mi batuta. Uno a cero. Me gusta jugar a músicos porque es en lo único que soy mejor que tú. Aún así aceptas con deportividad las derrotas, no como yo que a veces me enfado y te tiro cosas aunque te pida perdón a los dos minutos. Debemos elegir instrumentos. Aquí nunca discutimos. Tú siempre trompeta, trombón y percusión, y yo saxo, clarinete y flauta travesera. Hoy decidimos que haremos un pequeño pasacalles antes de ubicarnos en las escaleras del viejo hórreo, lugar habitual de nuestro conciertos. Ahora solo debemos elegir repertorio. Para el pasacalles tenemos muy claro el pasodoble “Puenteareas” y la marcha del “doble águila”.En el concierto tocaremos el danubio azul, la pequeña serenata nocturna y la danza húngara nº5, para lo cual transformaremos la banda en orquesta con la incorporación de violas , chelos , fagots, oboes y violines. Afinamos. Con gestos perfectamente estudiados, las manos se convierten en instrumentos. Adelante. Nuestros jóvenes corazones laten con fuerza. Doy la entrada y marco el paso para el comienzo del pasodoble. Al finalizar el solo de trompeta que ejecutas con inusitada fuerza aplaudo con ganas interpretando el papel de público entregado.!Bravo!!Bravo!La entonación ha sido perfecta. Continúo rápidamente, puesto que debo de seguir dirigiendo y tocando. Lubi, el pony que me regalaron el año pasado nos mira concentrado con las orejas levantadas y Michi, mi perrito raza mestiza como así consta en su cartilla oficial, nos sigue moviendo el rabo, con lo cual lo incorporamos al grupo. Tocará el oboe. Así pasamos toda la tarde, compartiendo, viviendo una sola vida que tras tu partida ha sido fulminada por la mitad. Me despierto con tu imagen en mi mente, algo ansioso, aunque contento por haberte visto. Espero que esta noche ocurra lo mismo. Hasta entonces hermano.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Ora pro nobis

“Por cima dos agros,
do monte no medio,
levántase aínda,
hidrópico e negro,
cal xigante hipopótamo morto,
de vermes cuberto,
rodeado de tréboas e gramas
o lombo deforme do vello mosteiro”.


Aires da miña terra. M. Curros Enríquez.

SANDRA.- "¿Qué podríamos hacer esta tarde?".
CARLOS.- "¿Os apetece una película de CANAL-PLUS?".
CARMEN.- "Viernes 13, cuarta parte".
Mª JESÚS.- "Me opongo rotundamente; si veo eso me paso sin dormir dos noches seguidas".
CARLOS.- "No sé por qué dices algo semejante".
Mª JESÚS.- "Me aterrorizan esas historias".
CARLOS.- "¿Te aterroriza una simple película?. De lo que deberías tener miedo no es de algo que desconoces, sino de la propia realidad...".

Sixto Álvarez había nacido en un pueblecito de Lugo. Uno de esos bellos y recónditos lugares como quedan pocos en nuestro país. El tiempo parecía detenerse en ese lugar rodeado de montañas cual valle encantado.

Los paisanos eran gentes amables y cordiales, que vivían dedicados básicamente a la ganadería (vacuna y ovina) y a la agricultura.

El cura párroco, tenía que desplazarse cada domingo ex profeso para poder predicar y dar el cuerpo de Cristo a los lugareños; regresando después a su domicilio, distante una treintena de kilómetros.

La infancia de Sixto había sido de libertad y completa armonía con la naturaleza. Quedaban grabadas en su mente experiencias como: sus baños en el arroyo, la búsqueda de nidos, el juego con los animales... todo ello mezclado con el olor a hierba recién cortada.

Y así transcurría su vida, sin demasiados sobresaltos, salvo un hecho que desde que tenía uso de razón siempre le había inquietado. ¿Qué demonios hacían todos, cuando se reunían los viernes en la Iglesia?.

La primera vez que se le ocurrió preguntárselo a sus padres, su madre dejó caer el plato que recogía de la mesa, haciéndose añicos al impactar con el suelo. Su padre zanjó la cuestión con un simple: -"eso no es asunto tuyo".

Sixto no volvió a plantearse la cuestión. Quizá porque él estaba más preocupado en pensar qué nueva travesura prepararía al día siguiente, o a que peñasco se encaramaría.

Pero aquel pueblo no dejaba de resultar extraño.

Hacía mucho tiempo que nadie había salido, pero sus necesidades quedaban cubiertas con los productos de la furgoneta de Lorenzo. Cada quince días, él llegaba tocando la bocina, surtiendo a todo el pueblo: la medicina para el señor Jacobo, unas medias para la señora Eulalia, unos cuchillos de carnicero nuevos para el señor Antonio...

Cuando Sixto cumplió los ocho años, sus padres pensaron que no era bueno que un "cativo" de su edad no recibiese una educación acorde a los tiempos que corrían.

Sin embargo, eran reacios a la escolarización del niño porque ésto implicaría su salida del pueblo.

Así fue como Don Eduardo llegó, con su pequeña maleta llena de libros, y sus gafas que denotaban una exacerbada miopía.

Sixto y él congeniaron bien. Compaginaban las clases y las redacciones con las enseñanzas que el rapaz le daba a su vez a él.

Sin embargo el maestro no fue ajeno a las rarezas del pueblo; y así fue como al cabo de unos meses desapareció sin dejar rastro, y sin tan siquiera despedirse de Sixto.

Preguntó a sus progenitores, quienes le dijeron que había conseguido un mejor trabajo en la capital y que por eso tuvo que marcharse con tal celeridad.

Un día, jugando en derredor de la Iglesia, recogió un pequeño fragmento metálico, que le recordó a la montura de las gafas de Don Eduardo.

Pasaron unos meses, y la paz de aquel lugar se vio perturbada por la presencia de un funcionario, que llegaba al pueblo para realizar unos estudios sobre en censo y el catastro.

Sixto lo veía desde su ventana, preguntando de puerta en puerta.

Aquella noche se alojó en la casa del señor Antonio; y cuando amaneció, Sixto se percató de que sus padres, y el resto del pueblo estaban en la Iglesia, reunidos. Jamás volvió a ver a aquel hombre.

La mezcla de curiosidad y miedo que provocaba en Sixto tal misterio, le hizo acercarse varias veces al santuario cuando todos se reunían, pero sin ver nada fuera de lo común.

Transcurrieron varios años sin que ningún visitante "extranjero" alterase la vida cotidiana del lugar. Este hecho parecía, no obstante, preocupar a sus vecinos, que cada vez se encontraban más inquietos.

Una mañana, al regresar al arroyo, vio la furgoneta de Lorenzo y se acercó a saludarlo. Su asombro fue que el tendero motorizado no estaba allí, así como tampoco nadie del pueblo.

Corrió hacia la Iglesia como movido por un impulso irracional. Se arrastró hasta llegar a sus contrafuertes, y allí comenzó a escalar hasta un pequeño vano desde el que se divisaba perfectamente el ara y el sagrario donde se contenían las especies consagradas. Y el espectáculo era dantesco: sus convecinos, se iban acercando al altar en rigurosa fila procesional, mientras Don Antonio iba chocando un cuchillo contra otro, y troceando minuciosamente a Lorenzo, entregando los pedazos como si de la Forma se tratare.

Huyó de allí corriendo sin parar, permaneciendo oculto en el bosque hasta que el frío, y sobre todo el hambre, lo hicieron regresar a su casa.

Sus padres lo estaban esperando. En contra de lo que se imaginó, lo recibieron como al hijo pródigo.

Su padre, le dijo que ya era hora de que lo supiese todo. Le dio a Sixto, un pedazo de carne que había guardado para él.

A la semana siguiente, dos excursionistas de la capital, con sus mochilas, sus tiendas de campaña y sus bonitas ropas contra el frío llegaron al pueblo. Pidieron al padre de Sixto permiso para ver su "palloza". Después de habérsela enseñado, la madre los reunió junto a la lumbre, ofreciéndoles un poco de carne con patatas. Uno de ellos exclamó: -"¡Esta carne es deliciosa!, ¿con qué alimentan a sus vacas?. -¿Vaca?. Sixto, su padre y su madre se miraron los unos a los otros, esbozaron una leve sonrisa y bajaron la cabeza.

En frente, se oía una rueda de afilar, y el señor Antonio canturreaba algo de Ana Kiro.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Sólo creo en mí.

"Cierra tu mente, relájate y déjate deslizar corriente abajo.
No es la muerte, no es la muerte”.

Tomorrow never Knows. Lennon & McCartney.

La mañana de aquel lejano y gris, ocho de Diciembre de 1980 nunca había significado nada para mí. Solamente años más tarde, gracias a eternos programas radiofónicos llegué a conocer que J.W. Lennon había sido asesinado a las puertas de su domicilio neoyorquino.
Fue con posterioridad a su muerte cuando miles de personas comenzaron a reconocer su inestimable aportación a la cultura del pasado siglo XX.

Figura antes denostada por muchos, se convirtió tras su óbito en blanco de numerosos agradecimientos póstumos. Yoko tuvo que hacer de tripas corazón y codearse con aquella pléyade de cínicos políticos, que, hacía unos años abogaban por expulsar a aquel miembro indeseable del país.

Se convirtió en un semi-Dios, y comenzó su adoración pagana. Lennon había irrumpido con fuerza en la galería de personajes históricos, y sus compatriotas loaban su pertenencia, por él rehusada, a la Orden del Imperio Británico.

Jamás había significado demasiado para mí; parte de un grupo de pop, con especial ingenio en sus composiciones.

Pero una noche mientras yo dormía plácidamente, el se acercó en lo que creía era un sueño. Me dijo- ¡Eh chico! ahora tú eres el “fab” que falta-, se quitó sus lentes, las restregó contra su camiseta limpiándoles la sangre, y me las ofreció adelantando su brazo izquierdo. -Sigue con la revolución- añadió.

Desperté sobresaltado, empapado en sudor. Encendí la lámpara de la mesilla y comprobé cómo una inesperada miopía se había adueñado de mis globos oculares. Yo, que jamás tuve problemas de visión, había ganado cuatro dioptrías en una noche.

Mis propios compañeros de trabajo notaron, mis al principio, cambios imperceptibles. Las gafas, mi forma de vestir e incluso la de hablar, denotaban que mi existencia estaba tomando una nueva e inesperada dirección.

Comenzó a agriarse mi temperamento, aumentando mi mordacidad a la par que también lo hacía mi ingenio para hilvanar frases brillantes y poner a prueba la paciencia de mis colegas. Incluso me vi sorprendido por mi nueva y extraña habilidad para componer pequeños versos y letras de canciones. Mi, hasta la fecha actuación, sujeta a parámetros de absoluta precisión, se fue tornando en dejadez y relajación de costumbres.

Ya nadie en la oficina era ajeno a mis excentricidades, salvándome el compañerismo de que mi comportamiento disoluto llegase a oídos de la superioridad.


Una tarde de especial tranquilidad, sumergido entre apilamientos de expedientes e informes, comencé para extrañeza de mi propia persona, a canturrear algo que sonaba por el hilo musical; era nada más y nada menos que: All you need is love. Quizás para muchos no resulte demasiado raro que esa canción se silbe, tarareé o canturreé; lo extraño era que yo, empleaba las palabras exactas sin vacilar ni errar en la pronunciación, cuando mi educación había sido siempre francófona.

Fue aquello tan sólo una pequeña anécdota, ya que meses más tarde mantuve una larga charla en perfecto inglés con un turista que me preguntó el camino hacia la catedral. Todo estaba adquiriendo tintes de suceso paranormal, digno de un “Expediente X”.

Más adelante podía aventurarme en cualquier Karaoque con todo el repertorio de los Beatles o de Lennon en solitario. Imagine se convirtió en bandera de mis vivencias.

Me pasaba largas horas cantando con ellos, siguiéndoles mentalmente en sus actuaciones, galas y conciertos. Cerrando mis ojos, acompañaba a Paul, George y Ringo al programa de Ed Sullivan, que vieron 17 millones de circunspectos espectadores; otro día volaba con Brian Epstein a alguna capital europea para concertar alguna actuación.

Entré en el ojo del tornado que me engulló por completo. Vinieron entonces los deslices amorosos, y mis primeros y fugacísimos abrazos al LSD. Recuerdo cómo el Dr. Robert nos mezcló las tabletas en el té.

El nacimiento de Julian supuso una inyección de moral para mi corta pero abatida existencia.

Poco a poco los conciertos comenzaron a hacerse insoportables; la multitud gritaba de forma tan atronadora, que por mucho que nos desgañitásemos forzando nuestras cuerdas vocales, era imposible que pudieren oírnos.

Y pronto surgieron las primeras desavenencias entre los chicos y yo. Paul y su forma de trabajo compulsiva. George y sus conatos místicos. Y Ringo...¡pobre Ringo!.

Mi cuerpo daba vueltas cada vez más deprisa en una espiral ficticia de la que me resultaba harto complicado salir. Me entregué a la heroína y al buen vino, y mis composiciones dejaron de ser tan brillantes como las de antaño. La fábrica “Northern Songs” había perdido al 50% de su accionariado: Lennon y Mc.Cartney eran ya exclusivamente, McCartney.

Fue cuando Yoko irrumpió en mi castigada y hastiada vida. Un viento fresco golpeó mi cara. Su personalidad influyó decisivamente en mi carrera. Dejé las drogas y refugiándome en su seno, volví a componer con la facilidad e ingenio de antes. Los Beatles habían recuperado a John, pero ya era tarde; no éramos un grupo, sino títeres; unos pollos sin cabeza que correteaban sin norte fijo.

-Los Beatles se separan definitivamente- anunció Paul una tarde de 1970. El sueño se había terminado. La morsa se sumergió en las profundidades y no salió a tomara aire hasta un par de años más adelante.

Yoko lo era todo para mí, nunca sentí un amor tan puro por alguna otra persona como por ella. Nos dimos nuestras manos y enseñamos al mundo nuestra felicidad y virginidad, sin pudor. Lo único que queríamos es que se diese un oportunidad a la paz. Aun recuerdo nuestro boda en Gibraltar, cerca de España. Fue uno de los días más felices que recuerde.

Ella era fuerte, más que yo, y me ayudó en mis recaídas, en incluso componía junto a mí las letras de algún que otro tema.

Por las noches tocaba la sonata “Claro de Luna” de Beethoven al piano, y juntos dormitábamos en el sofá de mimbre del jardín.

Cuando nos instalamos en Nueva York, pensábamos que el carácter cosmopolita de la ciudad haría que nos confundiésemos entre el paraje urbano.

Una mañana, me despedí de ella con un tierno beso en la comisura de sus labios, diciéndole que no tardaría demasiado; sólo grabaría unas pistas.

Él salió de entre un pequeño grupo de personas y me interpeló.

Fueron tres fogonazos, y sentí como mi pecho se hundía por el agudo dolor. Tumbado boca arriba en la acera suelo decir: “No creo en el dinero; no creo en el trabajo; no creo en el amor; no creo en mis padres; no creo en Jesús; no creo en los Beatles.... Sólo creo en mí. El sueño se acabó “Ayer”.

jueves, 8 de noviembre de 2007

SONRISAS





Mi perro está satisfecho con lo que hago, pues no está infectado con el concepto de lo que "debería" estar haciendo. Lonzo Idolswine



Me convertí en protagonista de la obra de teatro en la que se había transformado su vida. Aunque yo era el perro y él era el hombre, los dos mandábamos y los dos obedecíamos. Lo que le gustaba de mí era precisamente mi naturaleza canina, pura, primaria, ausente de maldad y de codicia, es decir, nada que ver con el ser humano, o por lo menos, con los seres humanos con los que se había relacionado hasta entonces. Y lo que a mí me encantaba de él era su nobleza, y sobre todo, su coraje para renunciar a todo por mí y por la música. No era más que un hombre feliz, aunque el resto del mundo pensase que era un desgraciado, un perdido y un borracho. Todo lo contrario, poseía una gracia innata que le hacía salir bien parado de las situaciones más comprometidas, se había encontrado a sí mismo el día en que decidió dejar su absurdo trabajo de pleitos sin sentido e interesados y avariciosos clientes para lanzarse a la maravillosa aventura de no tener que darle explicaciones a nadie, y , si bien es cierto que bebía un poco, lo hacía porque la asquerosa realidad necesitaba ser deformada y coloreada con pinceladas de vino rosado, que servían, como así me decía protocolariamente antes de interpretar en su roída Alhambra “ la Vie en Rose”, para hacerla más atractiva. Así, todos los días, salíamos a vivir, y lo hacíamos, no solo en el sentido literal de la expresión, sino en el poético y metafísico, pues, a pesar de nuestro aspecto inmundo, nos sentíamos libres, felices y plenamente reflejados en la letra y música de aquellas trece canciones que Sonrisas ,como así se había autobautizado derramando una botella de Lambrusco por la cabeza, había elegido concienzudamente. Trece porque era un número que le gustaba(odiaba a los supersticiosos) y porque consideraba que el hombre y la mujer, al cumplir esa edad, dejaban de ser buenos al verse desprovistos por un ser superior de la inocencia de la infancia. Todos menos él, que, por un pacto con ese ser a cambio de renunciar a la estúpida comodidad de su vida anterior, la había recuperado. Esa era la historia que me contó cuando salimos a nuestro rutinario paseo nocturno y jamás regresamos a aquella casa llena de lujos, que básicamente servían para complicarle su existencia y para aumentar su creciente desasosiego. Llegó a la conclusión de que se había convertido en el rey de los imbéciles, en el marqués del querer más, en el rico más pobre, en un excremento con corbata de seda y maletín que debía de abandonarlo todo salvo a su mí y a su guitarra , indultados por ser los únicos que le daban sentido a su hasta entonces patético devenir. De modo que eso fue lo que hizo y aquí estamos, un día más, da igual que día y en que calle. Un poquillo de jamón, vasito del rojo elixir y.... ¡Que comience el concierto!....... I see trees of green ....red roses too........I see them bloom..... for me and you........ And I think to myself......... what a wonderful world.... I think to myself......... what a wonderful world....

martes, 30 de octubre de 2007

Lakmé.



Hace mucho, mucho tiempo conocí a una chica, o quizás debería decir que ella me conoció a mí. En cualquier caso, desde el primero momento hasta el final de mi existencia, ella iba a convertirse en el pilar básico de mi longeva vida. Todavía hoy lo recuerdo y me resulta imposible esbozar una sonrisa y lanzar un lánguido suspiro al aire.
Aquel día del gris diciembre, había comprado una entrada para la ópera con parte del primero de los sueldos que percibí. La lluvia era incesante e imperceptiblemente iba hidrolizando mi gabardina.

Entré en el auditorio, y me dirigí al bar a tomar un té en tanto en cuanto no sonase la fanfarria de aviso. Generalmente solía ir solo a todo tipo de eventos de esta clase, y me distraía mirando a las personas de mi alrededor, evitando ser visto e inventando la historia de sus vidas. En algunas ocasiones el aspecto externo no es más que una apariencia que oculta debajo, de una manera sutil, un cúmulo de desgracias y sinsabores de los circunspectos ataviados. Algunos departen amigablemente; otros se afanan en mirar compulsivamente sus relojes en espera de que esta acción refleja acelere la continuidad temporal.

Altos, feos, bajas, guapas... todos tienen su pequeña oportunidad de destacar alguna vez en la vida. Todos pueden desempeñar en algún momento el papel principal en la opereta de su existencia.

Cuando por fin dio comienzo el espectáculo sentí cómo mi espíritu, que hasta entonces había estado paseando entre las mesas de la cafetería inmiscuyéndose en las profundidades de los circunloquios, regresaba atravesando la estancia como el humo de un cigarrillo.
Crucé el umbral tras haber empujado el portón cuyos goznes cedieron ante el arrojo de mi determinación. Alcé la vista y la sala se mostró majestuosa, con todo su esplendor de antaño.
Las butacas, forradas de terciopelo bermellón, aguardaban ansiosas a sus egregios invitados. Lentamente iban siendo ocupadas por un reguero de personas que desfilaban ordenadamente.
En los palcos superiores la nobleza de cuna se entremezclaba con las autoridades locales y altos dignatarios. A su frente y manteniendo aun las distancias, los potentados económicamente hacía gala y ostentación de sus innegables logros. La estabilidad y la bonanza de las finanzas había terminado de perfilar los nuevos estratos sociales.
El escenario todavía estaba oculto tras el inmenso telón, que semejaba el océano en una noche de tormenta: el “ponto rojo” como el vino, del que hablaba Homero. Sin duda alguna detrás pulularían toda una marabunta de actores, actrices, músicos, atrezzistas... que cuidarían de que la fiesta discurriese por sus cauces adecuados.
Y finalmente, coronando el ambiente, la lámpara de araña decimonónica de la que pendían miles de lágrimas derramadas por otras tantas heroínas, algunas de ellas de ficción: Brunilda, Ofelia, Carmen... y otras tan reales como la tierra que pisamos.
Me senté en mi sillón, el número 25, fila 10, y me dejé hundir hasta acomodar todos los huesos de mi espina dorsal en el respaldo. Exhalé con fuerza, e inspiré más profundamente aun hasta embriagarme del extraordinario hálito que sobrevolaba la estancia.
Giré la cabeza hacia la izquierda y una pareja de ancianos que entrelazaban sus manos como en su primera cita, tantos años atrás, me correspondió con una leve inclinación deferente de sus cabezas.
Miré a la derecha, y un joven totalmente enfrascado en sus pensamientos acariciaba su mentón de manera casi compulsiva.
De repente se alzó el telón dejando entrever el escenario que los tramoyistas habían colocado, en el que se apreciaba una perfecta disposición de todos los volúmenes y elementos.
La orquesta comenzó a afinar los instrumentos. Era una algarabía sublime; una mezcolanza de notas que se evanescían a través de los arcos, mástiles, tubos y orificios, que se desplazaban aladas rebotando en todos los vericuetos más recónditos de la sala, hasta alcanzar el techo por el que escapaban hasta la bóveda celeste. Tan sólo algunos de los “Res” y “Mis” quedaron atrapados entre los pebeteros que sostenían las lámparas, consumiéndose cual líquido inflamable.

Fue en ese preciso instante cuando ella irrumpió en el cuadro de la exposición. Y mi corazón y mis fluidos se paralizaron. Era alta; esbelta. Extremadamente delgada, con unas piernas casi infinitas. Tenía el cabello muy largo, y se lo atusaba de manera refleja, colocándose algunos mechones tras sus orejas; era morena con una mancha de azogue encima de las sienes que refulgían.
Desde aquel preciso momento ya no podía ver a nadie más que a ella. A cuatro filas de distancia, oía su respiración, su palpitar.
Vestía de manera sobria y elegante; un traje chaqueta de corte masculino, surcado por un sinfín de casi imperceptibles rayitas, fruncido a su talle de avispa. En su mano derecha portaba un maletín de piel marrón, con un cierre metálico semejante a la cabeza de un pequeño dragón.
Era muy probablemente arquitecto, o una médico, pero sin lugar a dudas era la mujer con la que yo habría de compartir los días y las noches hasta que mis constantes vitales se redujeren a su mínima expresión y se extinguieren irremisiblemente.
Y de manera inexorable allí estaba ella, vestida de un blanco inmaculado mientras nuestros parientes arrojaban arroz y pétalos de rosa a la puerta de la iglesia.
Más tarde estábamos sentados en el zaguán de nuestra casa, viendo cómo caía el sol y escuchando y sintiendo los movimientos del pequeño ser que albergaba en su seno.
Luego yo tomaba su mano, y en compañía de los médicos asistía la nacimiento de nuestro primer vástago.
Él crecía y se hacía mayor y nosotros envejecíamos hasta el punto de que mi frente se despejaba por completo, y su cabello adoptaba un definitivo tono metálico.
Apenas si descubramos quienes éramos tras las arrugas y pliegues de nuestra piel, y yo tenía que forzar la vista para darme cuenta de que aquella anciana que entrelazaba sus dedos entre los míos era mi adorada esposa; mi tierna Lakmé.

Juntos caminábamos por un largo y sinuoso sendero que yo había visto antes, y que nos conducía aun pequeño riachuelo que movía un molino que iba desgranando los años.
Y era tal nuestro amor y tan fuerte nuestra amistad, que incluso tomamos inconscientemente la determinación conjunta de marcharnos para siempre. De continuar caminando más allá del río para perdernos tras los saltos de agua.
Y Lakmé me miraba, sonreía y sin necesidad de mediar palabra entre ambos yo sabía perfectamente qué es lo que decía...

Miré a la derecha y el joven ya había abandonado su localidad.
Miré a la izquierda y la anciana que daba la mano a su marido me inquirió: “¿Le ha gustado la ópera caballero?”.
La observé cariacontecido sin saber qué decir, mientras ella atusaba sus canas tras sus orejas.

lunes, 29 de octubre de 2007

El tema



“No puedo recordar nada
sin una tristeza tan honda que casi
no se me revela”.
John W. Lennon.

Que, ¿por qué estoy aquí?, rodeado de todo este grupo de maníacos y chalados. Que, ¿por qué estoy confinado en estas cuatro acolchadas paredes, sin más contacto que el exterior, que una pequeña ventana de treinta centímetros en cuadro, con reja de hierro y red de alambre remetida en la pared?. Pues por algo horrible; algo de lo que me arrepiento profundamente y que me hace estremecer.

Desde que tengo uso de razón; desde esos primeros recuerdos infantiles, mi vida aparece ligada ¡a una canción!.

Resulta extraño, pero ese "tema", quedó sobreimpresionado en mi cortex cerebral cuando si apenas todavía sabía escribir.
Pero el problema era, que la melodía solía aparecer presagiando malos augurios. Como aquella vez que sufrí mi primer accidente de bicicleta. Llegué a casa con una ceja sangrante y magulladuras por todo el cuerpo. Cuando entré en la cocina, mi madre escuchaba la radio, y en ella sonaba el "tema".

Los años pasaban, y mi juventud dio paso a mi adolescencia. Mi primer amor, ¡el que nunca se olvida!. Me abrió las puertas de un mundo desconocido hasta entonces para mí.
¡Qué dichosos éramos!. Creíamos que viviríamos para siempre juntos, en aquel pueblo junto al mar.

Hasta que un día, esperándola en una cafetería, aquella musiquilla salió repentinamente de los altavoces. Sentí un escalofrío, y un sudor corrió como un hilillo de sangre por mi sien. Un largo y estridente frenazo me hizo pensar lo peor. Y allí estaba ella, como dormida sobre el gris asfalto, aunque con los ojos muy abiertos y quietos. Sin vida.
La gente se agolpaba a su alrededor, y yo, sin saber qué hacer, eché a correr sin rumbo, tratando de dirigirme a un sito donde aquellos ojos dejaran de perseguirme.

Pasaron los años, y el tiempo iba haciendo su trabajo, hasta que, esta vez la televisión fue la encargada de instaurar de nuevo la desgracia en mi vida. El "grupo" cantaba mientras yo me afanaba infructuosamente en desconectar el aparato.
Ahora le tocó el turno a mi padre. Los médicos dijeron que la extensión del "mal" hacía imposible cualquier tipo de operación. La única vía pasaba por la cobaltoterapia. ¡Pero no fue suficiente!. Nos dejó en apenas medio año.

Fueron momentos amargos en mi existencia. No encontraba nada que me motivase. Hasta conocerla. Ella volvió a traer una brizna de aire nuevo a mi vida. Todo parecía volver a tener nuevamente sentido.

Nos casamos poco tiempo después, siendo ambos muy jóvenes. Cada día íbamos conociendo cosas nuevas el uno del otro. A mí me parecía que todo en ella era maravilloso, no podía objetarle nada. Sin embargo mientras acababa de traer todas sus cosas a nuestra casa, pude comprobar, para mi triste asombro, que tenía todos los discos del grupo, entre los cuales se encontraba "el tema". A partir de ese momento, comencé a volverme arisco con ella; todo lo que habrían sido anteriormente pequeñas imperfecciones, comenzaron a tornarse en estrepitosos fallos para mí.
Incluso trataba de rehuirla lo máximo posible, llegando a casa a altas horas de la madrugada para evitar que nos cruzáramos las miradas.

La situación era insostenible, y un día llegó lo inevitable. Ella no era ajena a mi cambio de carácter, y pensando que éste se debía a algo que había hecho mal por su parte, me preparó una cena a la luz de las velas, con mi comida favorita.

Ante tal derroche de sensibilidad, no pude más que sucumbir de nuevo ante sus encantos. Me dije a mí mismo que nada malo podía esperar de aquella que me trataba con tanta dulzura.
Y ese efecto de tranquilidad y mágico sopor que se había creado, se rompió bruscamente cuando le oí decir: "Esto necesita un poco de ambientación musical".

Vi como su mano se desplazaba lentamente en búsqueda del mando a distancia del compac-disc; y cuando lo había asido, su dedo índice se reclinó parsimoniosamente sobre la mullida tecla de goma. Y la música que salió de aquel engendro electrónico, no podía ser otra que la que yo tanto odiaba, y que tanta tristeza y dolor había siempre traído a mi corazón.

No lo pude soportar. De repente una fuerza irresistible se adueñó de mí y me encontré encima de mi mujer, oprimiendo su cara con un pequeño cojín. Ella se agitaba compulsivamente al principio, y sus brazos formaban grotescas figuras en el aire; al cabo de unos segundos, caían pesadamente, mientras lanzaba su agónico estertor. Después arremetí contra el reproductor, arrojándolo con ira hacia el suelo. El "tema" paró, bajando de revoluciones hasta extinguirse, como la vida de mi amada.

Mi arrepentimiento espontáneo y mis especiales condiciones psíquicas, hicieron que me confinasen en este sitio desde donde ahora escribo. Algunas noches todavía me despierto sobresaltado sintiendo que me falta el aire. ¡Pero no!, yo no estoy loco. YO no soy como esos que vagan por el pasillo y los corredores de las demás plantas, con su mirada perdida y la baba escapándose por la comisura de los labios.

Todos mis problemas han sido conyunturales. No he perdido el juicio.

-¿Qué demonios es eso que están construyendo en el patio?. Parece un patíbulo. Si no estuviésemos al albor del siglo XXI casi podría jurarlo.

-No, no lo es. Esas luces, esos altavoces, esos instrumentos.. ¡es un escenario!. Vendrá algún grupo musical a amenizar a estos lunáticos. ¿Quiénes serán?:

"A las cinco se cierra la barra
del treinta y tres;
pero Mario no sale hasta las seis..."

...¡OH,NO!

domingo, 21 de octubre de 2007

La mandolina Cecilia.


Me habían dejado abandonada. No daba crédito. Con lo que yo quería a Pablito y a su familia....Fui adoptada en una pequeña tienda de objetos usados próxima a la Catedral de Santiago de Compostela un cuatro de octubre de 2005. Perdonad, me había olvidado de presentarme. Mi nombre es Cecilia y soy una mandolina napolitana. Lo cierto era que desde hacía meses estaba totalmente convencida de lo que, por desgracia, me iba a deparar el destino. Pablito no me prestaba ninguna atención. Solo hacía sonar mis cuerdas los miércoles, que era el día en el que, metida en un pequeño estuche de lona de cuadros rojos y negros(que por cierto me espantaba), me llevaba con él al colegio, para sacarme a las doce y media de la mañana en lo que allí llamaban actividades extraescolares-música. Era horrible ver como los niños utilizaban sus recién comprados instrumentos musicales para hacer ruido, pelearse y jugar a todo menos a hacer música. Incluso en una ocasión me usaron como “espada espacial”. A raíz de aquel desagradable y macabro juego, tengo una pequeña marca en la caja de resonancia. El fuerte golpe contra el arco del violín de Jacobín, un pequeño diablillo de tercero B, me dolió como si me azotaran con un látigo. Sonó un espantoso Clak. O más bien cataclak. En fin, prefiero no recordarlo. El único que mimaba su instrumento, un laudín siempre impecable, era Bernadito. A pesar de tener las manos dañadas por una extraña enfermedad de la piel, tocaba como los ángeles. Me agradaba escuchar los sones cubanos que su padre, abogado de profesión y músico de corazón, como así solía decir, le enseñaba, y que él ejecutaba con maestría, absolutamente concentrado mientras su cara adoptaba simpáticos gestos. Como os iba diciendo, salía de mi estuche tan solo un día a la semana. El resto del tiempo me dejaban tirado en un baúl de la habitación de Pablito, rodeado de ositos de peluches,soldados, Spidermans y demás héroes de la galaxia. ¡Dios mío!, no sé como en aquel momento podía quejarme. Al fin y al cabo estaba calentita, y dentro de lo que cabe, bien cuidada....... La mañana día de mi salida de la casa de Pablito se presentaba oscura,casi negra, de una tristeza que dolía en el alma. Parecía que el día quisiese llorar y no se atreviese. Sara, la madre de Pablo, se empeñó en hacer una “profunda limpieza de la casa”.He de confesar que nunca me cayó muy simpática. Me llamaba “guitarrita”. Nunca logré entender como para aquella señora todos los instrumentos musicales eran “guitarritas” - ¡!!!En esta casa no hay más que trastos!!!, -dijo con voz enérgica. La verdad es que no tuve ningún miedo. Yo no era un trasto, era la creación de un luthier, de un artesano, de un hombre con manos de oro que había dedicado largas jornadas de trabajo y cariño para que mi aspecto y mi sonoridad me convirtieran una mandolina mágica. Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando Sara me depositó, tal vez por error o tal vez no, al lado de aquel contenedor verde de basura.Hacía mucho frío. Decenas de perros hicieron pis contra mi funda aquel día. Estaba empezando a humedecerme y sabía que si alguien no me rescataba antes de las 10:00 de la noche, acabaría trágicamente triturada en un camión de basura. Entonces fue cuando llegaste tú. Acababas de cumplir nueve años. Se me saltan las lágrimas al rememorarlo. -¡!Ito!!, como así le llamabas a tu abuelo, mira que hay aquí.!!.- -Tonino, deja eso. No seas cochino!!-. -Te tengo dicho que no se tocan las cosas que hay en la basura.- Seguiste caminando pero con la cabeza girada hacia mí. Eras un chico muy obediente, si bien aquel día, por fortuna para mí, desobedeciste las órdenes de tu abuelo. Al llegar a casa solo pensabas qué se escondería detrás de aquellos cuadros. Ya por entonces soñabas con ser un gran músico. En ocasiones cuando hacías los deberes cogías el lápiz, y tras cerrar los ojos, te trasladabas con la imaginación a un lujoso teatro lleno de gente distinguida, donde, elegantemente vestido, dirigías con maestría a una gran orquesta. En tus pensamientos siempre sonaba aquella obra que tu papá escuchaba a todo volumen y que a ti te encantaba: el concierto para mandolina de Antonio Vivaldi. Un joven y virtuoso mandolinista interpretaba el tema de una forma casi sobrehumana, siguiendo con su mirada tus acertados gestos. Era increíble. .......... Por eso regresaste a buscarme. Amabas la música. -¡¡Cuidado, esa cosa roja es mía!!,- le dijiste con voz autoritaria al basurero. El corazón se te transformó en un gran instrumento de percusión. Sus rápidos latidos acompasados denotaban la emoción que estabas viviendo. Corriste a casa como nunca lo habías hecho. Me llevaste a tu habitación y temeroso de no encontrar nada especial dentro de aquella tela, esperaste unos minutos antes de decidirte a abrirla. Finalmente lo hiciste. ¡!!Guau!!!.Eso fue lo que dijiste. Después de dejarme en tu cama, encima de un edredón decorado con una hermosa clave de Sol en color verde oliva, permaneciste en silencio largos minutos mirándome. Parecía como si tus ojos quisiesen decirme descansa amiga, ya estás a salvo. No te preocupes, yo te cuidaré. Entonces supe que jamás me separaría de ti. Después deslizaste tus deditos con extrema delicadeza por las cuatro cuerdas dobles, y luego por el diapasón, el puente y la cóncava caja de resonancia. Nadie en mis casi doscientos años de vida me había tratado con tanto mimo. Me limpiaste con uno de tus calcetines de lana recién lavados. Ya estaba lista. Ya estaba guapa otra vez. En tu rostro se reflejaba lo que en mi vida he visto más parecido a eso que los humanos llaman felicidad. Muchos años han pasado desde entonces, y hoy, compañero, vuelvo a recordar con especial cariño nuestra historia, precisamente el día de tu primer gran concierto como mandolinista, donde tocarás, como no puede ser de otra forma, nuestra obra, el concierto para mandolina de D. Antonio.

FIN.

Carta a Paganini.

Génova a 27 de octubre de 1825.
Estimado amigo Niccolo:
Cuando recibas la presente, estaré camino de Florencia. Me han ofrecido un discreto pero bien remunerado trabajo como director del coro de la capilla de la Santa Croce que he aceptado sin pensármelo ni un instante. Pese a que no te he dicho nada, la situación monetaria de mi familia es precaria, así que no he tenido más remedio que marcharme. Siento no haber podido esperar a que regresaras de tu gira de conciertos por Francia y despedirme personalmente. Pese a que espero volver a verte, no quiero que el destino me lleve al lado oscuro sin pedirte perdón. Te preguntarás cual es el motivo por el que mi conciencia me castiga y me suplica que logre tu clemencia. Hemos sido y seremos amigos, casi hermanos. Te he ayudado cuando me lo has pedido. Me he alegrado de tus éxitos y he sufrido con tus desgracias. Tú has hecho lo mismo. Creo que la amistad “solo” consiste en eso. Pero he cometido un error. Un grave error. Creo que el más grave. Mi admiración por tu alma musical ha rozado la envidia. He querido tener tu mente, para dibujar en el pentagrama de mi vida las melodías que solo tú has podido crear. He intentado desesperadamente que mi violín hable como el tuyo, y sus palabras de ánimo, vertidas en la profundidad de mi soledad, puedan apagar la frustración de quien se siente vacío, invisible, mortal. He codiciado tener tus manos, tantas veces objeto de absurdas burlas y befas solo atribuibles a la ignorancia del que desconoce que esos dedos, largos como el momento en que uno espera su propia muerte, son el más hermoso de los regalos con que la naturaleza puede agasajar un intérprete. He soñado tener tu oído y retener en su interior las notas que no caben en papel alguno. He anhelado inspirar leyendas, alimentar la fantasía de las gentes. He ambicionado acariciar la perfección a través de la música y arrebatarle ese privilegio a tu talento. Ese es mi pecado, compañero.....Intentar abrazar la utopía de ser tú. Espero sepas perdonarme.

Con mis mejores deseos:

Fabrizio Muinello.

sábado, 20 de octubre de 2007

Mi amigo Wolfi





Hola. Me llamo Willy y soy un duende. Al deciros que soy un duende se que, influenciados por los medios de comunicación, me imaginareis rojizo, enano y con una boca como un buzón de correos, si bien soy de estatura media, delgado y llevo gafas a raíz de un problema de miopía que me sobrevino en el año 1921, 0 31...., en fin, no hace mucho. Salvo por mi color verdiblanco, por el que tienden a confundirme con un hincha de no sé que equipo de fútbol, podría pasar por un humano.

Si os digo que soy un duende hablo con propiedad, puesto que no soy fruto de la chispa momentánea de ningún creativo de publicidad millonario o de la pluma de un novelista, sino que pertenezco a lo que se denomina realidad fantasiosa, que es un estado que existe en la mente de los grandes artistas, que se inspiran en ella para crear sus majestuosas obras. Cuando decimos que un artista tiene duende no nos imaginamos que el sentido metafórico de la expresión coincide con esa realidad fantasiosa, puesto que tener duende no es una frase hecha sino un hecho cierto, y os lo digo yo que he sido duende personal de muchos de los grandísimos genios de todos lo tiempos. Precisamente hoy os voy a hablar del más grande entre los grandes, mi amigo Wolfi, conocido mundialmente como Wolfang Amadeus Mozart.


Recuerdo perfectamente su nacimiento en la ciudad de Salzburgo, un 27 de enero de 1756, y sobre todo recuerdo, sus sollozos, que, sorprendentemente resultaban acompasados y afinados, puros, claros, y sus sonrisas, rítmicas, melodiosas. En aquel momento ya sabía que Wolfi iba a pasar a la historia como un gran músico, lo cual causaba carcajadas y burlas entre mis colegas que no alcanzaban a comprender como podía estar tan seguro de que aquel bebé iba a ser músico. Desde aquel instante acompañé a Wolfi en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad etc etc... y fui testigo presencial y ayudante del gran maestro.

Aunque se dice que su primera obra la compuso con tan solo cinco años de edad, yo puedo dar fe que con dos años aquella personita tenía ya composiciones propias que repetía constantemente, o mejor dicho, que interpretaba magistralmente con balbuceos. Era capaz de reproducir en el Clavecín de su padre, el Sr. Leopold, los sonidos más extraños y dispares que se me ocurrían, ejercicio que solíamos practicar con frecuencia y que le servía para educar su ya asombroso y finísimo oído.

Con tan solo ocho años compuso su sinfonía nº1 en mí bemol. Para que os deis una idea, componer una sinfonía es como diseñar y construir el más complejo de los edificios.
Sus planos musicales ya por aquel entonces acariciaban la perfección. Pensaba en música, soñaba en música y vivía rodeado de un paraíso de notas, claves y compases que manejaba como nadie.

Se cuenta de Wolfi que no tuvo infancia lo cual es falso como una moneda de chocolate. La infancia se vive jugando, y Wolfi jugaba con la música como un niño normal con un puzzle o un trozo de plastilina, moldeando las más bellas melodías que nadie había escuchado y combinado las piezas para crear millones de perfectos sonidos. Si bien es cierto que el público aristocrático disfrutaba en las principales ciudades europeas del talento de mi joven compañero, más cierto era, y la gente lo desconocía, que el que más disfrutaba era él. Aunque era muy raro, casi imposible, que se equivocase en la interpretación de una obra, cuando lo hacía, solía sonreírme, y su pequeño fallo se convertía en inspiración para crear una nueva obra. A veces incluso lo hacía a propósito para evaluar y analizar la preparación de su distinguida audiencia.

El instrumento favorito de Wolfi era el piano para el que compuso sus famosos 25 conciertos, y un montón de sonatas y variaciones. Además, puesto que su cerebro era como una gran orquesta, imaginaba y creaba piezas para todos los instrumentos, tales como el violín, la trompa, el fagot o el arpa. Pero, si de una obra estoy satisfecho es de su concierto para clarinete, dedicado, modestia aparte, al duende que os habla, aún a sabiendas de que, dada mi ineptitud, tardaría por lo menos 175 años en ejecutarlo( como así fue). A pesar de ser yo por aquel entonces un principiante del clarinete, y de que únicamente era capaz de tocar los fragmentos más sencillos de una forma que, siendo muy benévolo podríamos calificar como horrenda, solía alegrarse mucho al escucharme, por el amor y dedicación que yo ponía en la tarea y además porque decía que, por expresión de mi rostro, la melodía sonaba correctamente en mi interior, y que lo hiciese en igual modo en el exterior solo era cuestión de tiempo ( como ya os he dicho 175 años).

Sin duda alguna, la culminación de mi amigo y su reconocimiento absoluto se produjo a través de sus grandes óperas, tales como La flauta mágica, Don Giovanni o las Bodas de Fígaro. Wolfi utilizó la ópera, que no es otra cosa que la combinación de teatro y música, para que las personas que no veían en una composición musical más que notas, identificaran la misma con una historia y se emocionaran a través de la misma( ya que no eran capaces de hacerlo únicamente a través de la música lo cual, aún hoy, con mis cientos de años, me sigue pareciendo increíble).

Los historiadores cuentan que Mozart dejó el mundo el 5 de diciembre de 1791, en una situación de absoluta pobreza y soledad. Yo os puedo asegurar que no solo no se fue acompañado por sus amigos, que eran muchos y buenos, (entre ellos yo), sino que lo hizo inmensamente rico, pues era acreedor del tesoro más preciado que tan solo unos pocos logran conseguir: La inmortalidad de su obra.

Fin