martes, 30 de octubre de 2007

Lakmé.



Hace mucho, mucho tiempo conocí a una chica, o quizás debería decir que ella me conoció a mí. En cualquier caso, desde el primero momento hasta el final de mi existencia, ella iba a convertirse en el pilar básico de mi longeva vida. Todavía hoy lo recuerdo y me resulta imposible esbozar una sonrisa y lanzar un lánguido suspiro al aire.
Aquel día del gris diciembre, había comprado una entrada para la ópera con parte del primero de los sueldos que percibí. La lluvia era incesante e imperceptiblemente iba hidrolizando mi gabardina.

Entré en el auditorio, y me dirigí al bar a tomar un té en tanto en cuanto no sonase la fanfarria de aviso. Generalmente solía ir solo a todo tipo de eventos de esta clase, y me distraía mirando a las personas de mi alrededor, evitando ser visto e inventando la historia de sus vidas. En algunas ocasiones el aspecto externo no es más que una apariencia que oculta debajo, de una manera sutil, un cúmulo de desgracias y sinsabores de los circunspectos ataviados. Algunos departen amigablemente; otros se afanan en mirar compulsivamente sus relojes en espera de que esta acción refleja acelere la continuidad temporal.

Altos, feos, bajas, guapas... todos tienen su pequeña oportunidad de destacar alguna vez en la vida. Todos pueden desempeñar en algún momento el papel principal en la opereta de su existencia.

Cuando por fin dio comienzo el espectáculo sentí cómo mi espíritu, que hasta entonces había estado paseando entre las mesas de la cafetería inmiscuyéndose en las profundidades de los circunloquios, regresaba atravesando la estancia como el humo de un cigarrillo.
Crucé el umbral tras haber empujado el portón cuyos goznes cedieron ante el arrojo de mi determinación. Alcé la vista y la sala se mostró majestuosa, con todo su esplendor de antaño.
Las butacas, forradas de terciopelo bermellón, aguardaban ansiosas a sus egregios invitados. Lentamente iban siendo ocupadas por un reguero de personas que desfilaban ordenadamente.
En los palcos superiores la nobleza de cuna se entremezclaba con las autoridades locales y altos dignatarios. A su frente y manteniendo aun las distancias, los potentados económicamente hacía gala y ostentación de sus innegables logros. La estabilidad y la bonanza de las finanzas había terminado de perfilar los nuevos estratos sociales.
El escenario todavía estaba oculto tras el inmenso telón, que semejaba el océano en una noche de tormenta: el “ponto rojo” como el vino, del que hablaba Homero. Sin duda alguna detrás pulularían toda una marabunta de actores, actrices, músicos, atrezzistas... que cuidarían de que la fiesta discurriese por sus cauces adecuados.
Y finalmente, coronando el ambiente, la lámpara de araña decimonónica de la que pendían miles de lágrimas derramadas por otras tantas heroínas, algunas de ellas de ficción: Brunilda, Ofelia, Carmen... y otras tan reales como la tierra que pisamos.
Me senté en mi sillón, el número 25, fila 10, y me dejé hundir hasta acomodar todos los huesos de mi espina dorsal en el respaldo. Exhalé con fuerza, e inspiré más profundamente aun hasta embriagarme del extraordinario hálito que sobrevolaba la estancia.
Giré la cabeza hacia la izquierda y una pareja de ancianos que entrelazaban sus manos como en su primera cita, tantos años atrás, me correspondió con una leve inclinación deferente de sus cabezas.
Miré a la derecha, y un joven totalmente enfrascado en sus pensamientos acariciaba su mentón de manera casi compulsiva.
De repente se alzó el telón dejando entrever el escenario que los tramoyistas habían colocado, en el que se apreciaba una perfecta disposición de todos los volúmenes y elementos.
La orquesta comenzó a afinar los instrumentos. Era una algarabía sublime; una mezcolanza de notas que se evanescían a través de los arcos, mástiles, tubos y orificios, que se desplazaban aladas rebotando en todos los vericuetos más recónditos de la sala, hasta alcanzar el techo por el que escapaban hasta la bóveda celeste. Tan sólo algunos de los “Res” y “Mis” quedaron atrapados entre los pebeteros que sostenían las lámparas, consumiéndose cual líquido inflamable.

Fue en ese preciso instante cuando ella irrumpió en el cuadro de la exposición. Y mi corazón y mis fluidos se paralizaron. Era alta; esbelta. Extremadamente delgada, con unas piernas casi infinitas. Tenía el cabello muy largo, y se lo atusaba de manera refleja, colocándose algunos mechones tras sus orejas; era morena con una mancha de azogue encima de las sienes que refulgían.
Desde aquel preciso momento ya no podía ver a nadie más que a ella. A cuatro filas de distancia, oía su respiración, su palpitar.
Vestía de manera sobria y elegante; un traje chaqueta de corte masculino, surcado por un sinfín de casi imperceptibles rayitas, fruncido a su talle de avispa. En su mano derecha portaba un maletín de piel marrón, con un cierre metálico semejante a la cabeza de un pequeño dragón.
Era muy probablemente arquitecto, o una médico, pero sin lugar a dudas era la mujer con la que yo habría de compartir los días y las noches hasta que mis constantes vitales se redujeren a su mínima expresión y se extinguieren irremisiblemente.
Y de manera inexorable allí estaba ella, vestida de un blanco inmaculado mientras nuestros parientes arrojaban arroz y pétalos de rosa a la puerta de la iglesia.
Más tarde estábamos sentados en el zaguán de nuestra casa, viendo cómo caía el sol y escuchando y sintiendo los movimientos del pequeño ser que albergaba en su seno.
Luego yo tomaba su mano, y en compañía de los médicos asistía la nacimiento de nuestro primer vástago.
Él crecía y se hacía mayor y nosotros envejecíamos hasta el punto de que mi frente se despejaba por completo, y su cabello adoptaba un definitivo tono metálico.
Apenas si descubramos quienes éramos tras las arrugas y pliegues de nuestra piel, y yo tenía que forzar la vista para darme cuenta de que aquella anciana que entrelazaba sus dedos entre los míos era mi adorada esposa; mi tierna Lakmé.

Juntos caminábamos por un largo y sinuoso sendero que yo había visto antes, y que nos conducía aun pequeño riachuelo que movía un molino que iba desgranando los años.
Y era tal nuestro amor y tan fuerte nuestra amistad, que incluso tomamos inconscientemente la determinación conjunta de marcharnos para siempre. De continuar caminando más allá del río para perdernos tras los saltos de agua.
Y Lakmé me miraba, sonreía y sin necesidad de mediar palabra entre ambos yo sabía perfectamente qué es lo que decía...

Miré a la derecha y el joven ya había abandonado su localidad.
Miré a la izquierda y la anciana que daba la mano a su marido me inquirió: “¿Le ha gustado la ópera caballero?”.
La observé cariacontecido sin saber qué decir, mientras ella atusaba sus canas tras sus orejas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ERES UN ROMÁNTICO DANIEL. BIEN ESCRITO Y CON SENTIMIENTO.VOY A TENER QUE ESMERARME EL FIND E SEMANA...

Anónimo dijo...

Grazie mile Fabrizzio. Viniendo de tí, tus halagos son como un verdadero premio literario para mí.